Decir adiós siempre es complicado. Lo es más aún si es para siempre, pero no es nada sencillo cuando durante un mes ríes, lloras, te agotas y amas con las mismas personas.
Una vez más hemos disfrutado de un campamento espectacular. Para mí ha sido muy especial, porque siempre lo he vivido con personas con las que quizá ya no lo vuelva a experimentar, y ese sabor agridulce de satisfacción por el trabajo bien hecho y tristeza por las posibles despedidas no me ha dejado indiferente.
Además, este año he tenido el gusto de conocer más y mejor a algunos de los acampados y he encontrado personas muy interesantes. Muy buena gente. Hay que ver lo que te pueden aportar y sorprender niños en plena formación y otros más cercanas a la adultez.
Como siempre, he vuelto con una sensación de plenitud desmedida. Con ganas de amar. Hambre de seguir trabajando con gente como estos acampados. De que me enseñen y de que aprendan. Deseo de seguir conviviendo con ellos, de verles crecer, desarrollarse, prosperar.
Doy gracias por tener una profesión que me permite estar en contacto con jóvenes y poder dar y recibir afecto, conocimientos y reflexiones. Gracias, gracias, gracias.
Hablaba al principio de lo difícil que es decir adiós. Por eso no puedo decirlo. Todavía no.