Otro inolvidable mes de julio que llega a su fin. Como cada año, momentos y personas que permanecerán toda la vida en mi corazón.
No hay palabras que expresen lo que aquí se siente. Cada acampado y monitor consigue siempre hacerse un hueco en mi memoria. Pasa el tiempo, y los otrora acampados son ahora también premonitores; los premonitores, monitores; y los monitores...bueno, los monitores van ya camino de la jubilación (algunos).
Me siento muy feliz, y al mismo tiempo, triste. Feliz por ver cómo aquellos indefensos niños y niñas que necesitaban de todos nuestros cuidados y atención están dando paso a jóvenes independientes, alegres y responsables que aprenden y nos enseñan cada día. Triste, porque conforme pasan los años, se acerca el final de esta preciosa etapa en el campamento. Cada año vivido es uno más de experiencias, cariño, convivencia y amor, pero supone también uno menos para el agridulce e inevitable final, pues algún día llegará.
Qué emocionante es verles crecer y crecer tú también con ellos. Qué orgulloso me siento de haber aprendido tanto en este lugar. He cantado, reído, jugado, llorado, me he entregado por completo y he recibido mucho a cambio. Solo espero haber podido sembrar cosas buenas y nunca dejar de saber de todas esas personas con las que cada año soy tan feliz.
Como es habitual verano tras verano, cuando me voy de allí me quedo "vacío": necesito más convivencia, más amor, más Hontanar. Especialmente amarga la despedida de ayer, pues ver llorar desconsoladamente a un chaval de 16 años al que consideras de tu familia (todos en el Hontanar lo somos) no es nada agradable. Se me partía el alma (a mí, a otros monitores, a sus amigos...), pero espero que con el paso de los días vaya a mejor y que no pierda nunca esa felicidad ni esa sonrisa que le caracterizan.
Si las circunstancias lo permiten (y espero que así sea), el año que viene estaré allí de nuevo. ¡Gracias por tanto!