Un año termina y otro que empieza. Y nosotros, todos, que nos paramos a pensar para hacer balance de lo bueno y de lo malo del año que se nos ha ido, y deseando (y deseándonos) un nuevo año lleno de dichas.
Pues bien, aquí me encuentro yo, frente al ordenador, intentando analizar el ya pasado 2014. Y este año, como los que le han precedido y los que le sucederán, ha tenido sus momentos buenos y menos buenos, sus instantes buenísimos y otros no tanto. Digo buenos y no buenos porque si bien los primeros te hacen disfrutar, los segundos son los que más te hacen aprender.
Y de este año que comienza no puedo esperar otra cosa que acertar y equivocarme; reír y llorar; ser feliz y sufrir. Y es que hay que ser realistas: no puedo esperar no errar, no llorar y no padecer. La vida es así, es inevitable, no lo podemos cambiar. Eso sí, estaré preparado cuando esto ocurra. Para no consentir que mis errores, mis lamentos y mi dolor tomen el control de mi vida. No. Los voltearé.
Eso es lo que me pido* para el 2015. Seguir tratando de ver de las cosas su lado bueno. Buscarlo hasta dar con él y agarrarme aunque sea un clavo ardiendo. Y es que lo fácil es dejarse llevar por los qué dura es la vida, qué mala suerte tengo o qué he hecho yo para merecer esto. Lo difícil es aprovechar esos momentos complicados para obtener una enseñanza, lección o aprendizaje. Pero se puede.
Sé que decirlo es fácil, que lo arduo es hacerlo. Pero no es imposible. Es una cuestión de actitud, y una actitud se entrena, se trabaja y se educa. ¡Valor!
* Sí. No se lo pido al año nuevo porque él no va a hacer nada por mí. Soy yo el que tiene que luchar por hacer esos deseos realidad. Tener buenos deseos está bien, esa actitud no hace daño a nadie, pero si no se trabaja para conseguirlos, tampoco hará ningún bien.
Olé por esa filosofía de vida. Qué nunca cambie, por favor
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