Como todos los días, al
salir del trabajo, pasé por delante del "mendigo de la esquina",
como lo llamábamos en la
factoría. Pero hoy no era un día cualquiera. Hoy era un mal día.
Acababan de anunciar un ERE en nuestra empresa, y yo tenía todas las
papeletas para terminar de patitas en la calle.
No
sé qué me pasó ese día. Quizá vi mi futuro próximo, y eso no me
gustó un pelo. “Tengo 2 hijos. Mi mujer y yo estamos en el paro y
nos han desahuciado”, rezaba su cartelito de cartón. Llevaba meses
leyendo el mensaje y viéndole la cara, aunque hasta este nefasto
día, no me había parado frente a él, absorto en mis pensamientos.
Uno
nunca sabe de lo que es capaz de hacer en situaciones críticas. El
ser humano, en ocasiones, cruza líneas que nunca se habría visto
capaz de sobrepasar. Así que allí estábamos los tres: el mendigo,
mi egoísmo y yo.
La
idea de acabar como él me turbaba en exceso, supongo que como a
cualquier hijo de vecino, e imagino que esto fue lo que incitó mi
momento de locura. No recuerdo cuántas puñaladas le asesté, pero
acabé con él de forma rápida y eficaz. Fue una muerte que llevaba
gestándose mucho tiempo, desde que le vi por primera vez. Solo
necesité un último empujón: la desazón.
Necesité
verme reflejado en aquel hombre y compartir su desesperación para
mover ficha. Sé que es triste, quizá vergonzante, pero así es como
sucedió. No he sido nunca una persona que destaque por su empatía
ni por su solidaridad. Más bien al contrario. Siempre he pecado un
poco de arrogancia y avaricia, pero como ya digo, ese día todo
cambió.
Ayudé
al indigente a ponerse de pie, le llevé a mi casa, le di de comer,
le lavé de los pies a la cabeza y le vestí con mi ropa. Le
pregunté, entretanto, qué sabía hacer. Y sin más, salimos a la
calle, a buscarle un trabajo "de lo suyo".
Y lo encontramos. Ramón era carpintero, y mi hermano fabricaba
muebles.
¿Que
qué aprendí ese día? Que tenemos el poder de cambiar las cosas, de
transformar nuestros días malos en días maravillosos para otros...e
indirectamente, para nosotros mismos.
Como
siempre, en la ficción, las cosas son más fáciles que en la
realidad, pero quizá solo sea una cuestión de fe. De creer que
cualquier empujoncito que podamos dar puede ayudar. No hace falta
recoger a gente por la calle, subirla a tu casa, darle de comer, ropa
y ayudarles a encontrar trabajo. Una sola persona no puede hacer todo
eso, y además, la caridad es perfecta para sobrevivir, pero no para
vivir. Debe ser un complemento.
Sin
embargo, sí podemos defender sus derechos defendiendo los nuestros.
Todos juntos. Pelear para que se terminen las injusticias sociales.
¿Por qué tenemos que apretarnos un cinturón que muchos banqueros y
políticos ni siquiera llevan puesto?
No
lo olvidéis, y sobre todo, no esperéis a veros en la indigencia
para luchar por lo que es justo.